GABRIELA EXILART

sábado, 8 de mayo de 2010

Junto a tres escritoras de excelente pluma: Florencia Bonelli, Gloria Casañas y Mercedes Giuffré.

1 comentario:

El Pantano de Fiona20 de junio de 2010, 18:52
DIVINAS Y TALENTOSAS LAS 4!!!!!
BESO
FIONA
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¿QUE OPINAS? ¡QUIERO SABERLO!

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PADRE NUESTRO

Padre nuestro que estás en el cielo,

o donde sea que te encuentres luego de tu abandono,

quitámela de la cabeza y del corazón.

Quiero dormir en paz una noche

sin que su fantasma venga a meterse en mi cama,

a alojarse en mis brazos

y colarse entre los pliegues de mis lágrimas.

Santificado sea su nombre, no el tuyo, que me avergüenza,

con el que los demás me identifican

y que yo rechazo desde mi odio.

Nombre mancillado por tu falsa palabra y tus actos funestos.

Venga a mí su reino,

ese reino donde primaban sus caricias y sus ojos eran mi guía, donde la poesía se imponía y el infinito era sólo nuestro.

Dejame ser su rey otra vez,

o su esclavo, da lo mismo si está cerca de mí.

Hágase mi voluntad y que vuelva a quererme, como antes, cuando yo era lo único imprescindible en su vida,

cuando la distancia se agigantaba

y las horas agonizaban en los relojes.

Así en la tierra como en el cielo,

traspasando nuestro amor la eternidad,

sin fronteras de vida o de muerte.

El pan nuestro de cada día

no me interesa si ella no oxigena mi alma con su risa,

si su aire está tan lejos que ya no puedo olerla.

Perdoná mis ofensas desde mi arrepentimiento

o tomá de mí lo que quieras,

cualquier destino será mejor que este infierno.

Así como perdonaré a los que alguna vez me hirieron,

aunque el orgullo y el rencor sean parte de mi fuego.

No me dejes caer en la tentación de llamarla,

de buscarla, de atormentarla con mi dolor.

Y librame de la locura que acerca el caño a mi boca.

A PAPÁ

A ese hombre fuerte como un toro, que pasó su niñez entre vías de tren y potreros, zurdo contrariado a quien la maestra decía “el lápiz se toma con la diestra”, pariendo así una caligrafía indescifrable; a ese hombre libre que me condujo, sin premeditarlo, por el camino de la lectura, que me enseñó a amar la vida en naturaleza llevándome en su bote de sueños a pescar ilusiones y a cazar dinosaurios; a ese hombre con quien luché en mi adolescencia porque él no comprendía la extensión de mi juventud y había, tal vez, olvidado la suya; a ese hombre que siempre fue mi respaldo cuando la tormenta me arrastraba lejos y la lluvia mojaba mis mejillas y empapaba mis ojos de cataratas saladas; a ese hombre que hoy es el referente de mis hijos, que siempre está, feliz día.

NOSOTROS

Viniste desde un pasado olvidado para ilusionar mi presente y prometer un futuro. Y entre gestos y palabras me fuiste enredando en este comienzo, donde el reinado de tus ojos verdes es mi guía.
De a poco fuiste tomando partes de mí, de mi propia esencia y yo fui contagiándome de tu sello. Ya nunca seremos como éramos antes de nosotros, de este encuentro que me agita la respiración y me mantiene en vilo. Vos te buscarás debajo de mi piel, entre mis brazos, esos que te sirven de refugio y morada final. Yo me buscaré detrás de tus ojos, debajo de tus manos que saben contenerme y acariciarme.
Ya nunca seré enteramente yo, y vos nunca serás enteramente vos. Y cuando la gente nos vea y nos piense, no hablará de vos ni de mí, sino que a partir de ahora seremos “nosotros” o “ellos”, para el resto del mundo.
Ese mundo impiadoso que nos vigila y juzga y al cual pretendemos desafiar con la fuerza de este incipiente amor que vino de repente, como una marea, arrasando con todas mis defensas y barreras.
Querés ser mi dueño, dueño de mi carne, dueño de mi alma, dueño de mi futuro, incluyendo mi vejez.
Y quiero ser tu dueña, la dueña de todo tu ser. El peso de tu pasado hace sombra y aunque a menudo me desanima, apuesto a ganar.
Venís a mí, cansado de rodar por otros cuerpos y otras camas, dejando atrás, no sin nostalgia, tus tiempos de correrías, vertiginosos pero vacíos.
Y llego a vos, cargada de culpas y reproches, con mi maleta de sueños sin ilusión, ésa que estuve a punto de tirar al mar.
Qué nos deparará el azar… no lo sabemos. Arriesgamos, apostamos, sentimos, queremos.
La distancia y las esperas serán eternas, tu ir y venir, interrumpido. Más el ansia del encuentro alimentará nuestros días y agitará nuestras noches, ésas noches en que seamos uno, y no un “nosotros” al que nos estamos habituando.
Me dijiste tantas cosas, me contaste tantas otras que podrías haber evitado, sin embargo, de tu boca salieron bellas palabras y oscuras historias. Más prometiste no mentir.
Tus seguridades y certezas a menudo me tranquilizan, tus ojos esperanzadores me atrapan y me sumergen en ese mar de tu mirada, mezcla de campos verdes y brillo de luna.
Sé que voy camino a amarte, inexorablemente voy a amarte. Y quiero que me ames como estás prometiendo, con la misma intensidad que tus palabras, con el mismo cariño con que me acariciás el pelo o me tomás la mano. Necesito tus certezas, porque cuando estás lejos caigo en el pozo de las dudas, de mis propias inseguridades y de tus propios fantasmas.
Hoy te dije que no tengo puertas abiertas, ni siquiera entornadas. La única puerta que existe es ésta, la nuestra, por donde entramos juntos, vos llevándome de la mano, yo siguiéndote, dejándome fluir.
No me dejes a mitad de camino, lleguemos al final, crucemos el puente y construyamos esa casa de la cual hablamos, y si no es castillo que sea lo que sea, pero que tenga bases firmes, que sea nuestro refugio. Ese lugar adonde ir cuando las tormentas de la vida amenacen con voltearnos, cuando la lluvia nos moje el alma y nos desintegre la piel y nuestros besos no alcancen para curarnos las heridas.
Habitemos juntos ese sitio único, nuestro, virgen de pasado, para construir un pasado en común, con nuestras propias historias que contaremos a diario. Quiero aterrizar allí, luego de rodar todo el día, y sumergirme en el cobijo de tus brazos, que cuando me rodean toda y me encierran en tu pecho me protegen de todo lo ajeno y me siento en paz.
Quisiera que no llegara nunca el final del encuentro, porque a partir de allí ya no seremos. Ni vos serás vos, ni yo seré yo. A partir de ahora seremos NOSOTROS.
16-07-2011.

TESTAMENTO

Cuando me vaya dejaré mi cuerpo, vacío de órganos, sosegado al fin, esparcido en cenizas en el mar.
Dejaré mis pulmones para que otro pueda aspirar el aire con intensidad, y ayudado por su olfato, impregnarse las fosas nasales del dulce olor de la vida.
Dejaré mis riñones a un niño, para que pueda abandonar la cama y volver a sonreír.
Mis manos con ganas de acariciar las legaré a un anciano, dado que nadie se acuerda de ellos cuando ya no se los necesita.
Mis brazos, delgados, doloridos, surcados por venas, los dejaré a alguna madre de muchos pequeños, para ayudarla en su tarea diaria, porque mis brazos están acostumbrados a ese oficio.
Dejaré mis piernas azules como sostén de algún inválido, porque a pesar de no ser ya tan ágiles, todavía tienen ganas.
Legaré mis uñas a alguna jovencita indefensa, para que nadie ose agredirla.
Mi lengua, esa que tantas veces silenció mis palabras, será libre en boca de otro, para que nunca más vuelva a callar.
Mis ojos, a menudo aguados, develarán el mundo de colores a un hombre gastado, arrasando para siempre con su oscuridad.
Mis orejas aprenderán al fin a escuchar, para que nadie repita mis errores de sorda.
Mi boca, ansiosa de besar, se la regalaré a un hombre joven, para que aprenda, desde el inicio, que la boca es para eso y no para sellarla en miedos y defensas.
Quiero que mis defectos se quemen con mi piel y se vayan nadando entre los peces y las algas. Y que mis virtudes sean repartidas entre mis hijos, para que en ellos quede un pedacito de mí.
A León le dejo también mi profesión docente, porque hay en él un pequeño maestro que crece a diario.
A Valnea le dejo mi profesión de abogada, porque ella tiene alma de justiciera, de luchadora, deseando que no la venza el sistema, como a mí, que tuve que buscar otros horizontes para no morir en el intento.
A Alejo le dejo mi oficio de escribir, porque su imaginación vuela mucho más alto y más lejos que la mía, y podría ser un gran narrador de historias.
A mi madre le dejo la novela que escribí pensando en ella, porque aunque nos duela el pasado, es parte de nosotras.
A mi padre le dejo el orgullo de haber sido, en una época, el varoncito que no tuvo.
A mi hermana le dejo todas esas antiguas peleas que tuvimos, hoy transformadas en anécdotas, para que de ese aprendizaje nazcan las flores blancas de la paz.
A mis amigas les dejo todas las palabras que tal vez nunca les dije, todas las verdades calladas, a alguna un reproche, a otra un eterno agradecimiento.
Dejo mi malhumor a los amores frustrados que no fueron y mi cariño y respeto a los amores que no quise que fueran.
Y al gran amor, ese que siempre esperé y jamás llegó, le dejo mi corazón, a ver si puede sanarlo.

TANGO

Un Brazo casi en alto,
el torso tenso esperaba.
Un aroma a flores,
una cómplice mirada.
Ella como un junco frágil,
en su pecho se amparaba.
Ella se fundió en él,
lo acarició con su alma.
Tanto camino hecho, pensó,
para recién encontrarla,
Con suavidad la rodeó,
no sabía como amarla.
Un acorde y un silencio,
que a los dos atormentaba.
Apoyo su frente en él,
las manos acariciaban espaldas.
Ya no se sentían solos,
y en sudor se enlazaban.
Por momentos una risa cómplice,
en otros, un pensamiento alaban,
El pensaba por donde, ella jugando escapaba,
Su frente se separó un momento,
quizás, miedo, quizás nada.
Más volvió a recostarse.
en sus brazos, segura estaba.
Dos cuerpos enlazados, de sus historias escapan,
proponen, escarpados y llanos.
Como si a la vida imitaran.
Ellos los sortean juntos,
y ahora juntos, escapan.
El tango propuso el cruce,
La vida fue la cruzada…

Carqueixo 09-03-2011

Y VENDRAS A RECLAMARME

Y vendrás a reclamarme como era entonces, inocente, crédula, idealista. Y me hallarás fría, distante tal vez, con la mirada desconfiada y el corazón alerta.

Y te preguntarás dónde quedé, y no sabré qué responderte, porque ni yo misma lo sabré.

Tal vez me refugiaré en el desamor que me habitó, tal vez te echaré culpas ajenas, o tal vez, simplemente, baje la mirada para que no veas en mis ojos un atisbo de debilidad.

Sin embargo, mis lágrimas ya no serán por tu olvido, sino por tu cobardía, esa que me sumergió en años de esperas y esperanzas, esa que no te permitió dejarte llevar por la marea de mi amor.

¿Habrá sido amor? Hoy no lo sé, tal vez fue mi orgullo herido, la negativa a perder, dado que nunca había perdido en nada.

¿O sí? Sí, había perdido, pero ya no me dolía.

A mí me acobardó la soledad, y me aferré a tu ilusión, creándote perfecto para mí, delineándote como yo quería que fueras.

Más siempre me habitó la duda de si serías para mí.

Te moldeé en mis sueños, puse en tu boca palabras que jamás pronunciaste, más que pusiste en tus actos, esos que me hundieron en esa marea vertiginosa de risas y llantos.

Miro hacia atrás… ¿cuántos años pasaron? Casi treinta. Tu pelo se esfumó en atardeceres solitarios, ese pelo que tanto cuidabas porque nunca te gustaba cómo se peinaba. Y tenías razón, ¡era rebelde! Me mirarás a través de tus anteojos de vidrios aumentados, y encontrarás a una mujer diferente de aquella jovencita enamorada que te ofrecía el oro del mundo para que la aceptaras como era.

Y querrás volver conmigo, pero yo ya no te querré.

09-12-2010-

RENACER

Sos el sol de mi alma y el derrame de alegría y emociones vividas a tu lado.
Sos la mariposa que en mi nariz desprevenida, se posa.
Sos la atención del universo de mis sueños
que con tu voz de flores silvestres
mis oidos se llenan de tus palabras suaves como pétalos.
Sos el viento suave, interno, que recorre cada rincón de mi corazón, oxigenando el amor y cariño que siento por vos,
que crece cada día que paso a tu lado.
Sos el sol que me despierta en las mañanas entrando por las ventanas de mis ojos
e iluminan un nuevo día para seguir pensando y extrañándote cuando a mi lado no estás.
Sos la vulnerabilidad de una hormiga,
la cofradía de las aves,
el néctar de las divinidades,
la belleza de las flores,
y la luz de muchas sonrisas.
Sos la luz de nuevos pimpollos
que brotan con tu propio amor de mujer.
Que en este día de la primavera tan lindo,
lo disfrutes y lo recibas con tu corazón abierto.
No te regalo una flor porque en el jardín de tu corazón
no hay lugar para más flores.
Pero te ofrezco el mío para que los nuevos pimpollos
que ya empezaron a brotar con tu luz,
sigan creciendo hasta llegar a transformarse en una flor
de esta nueva primavera y así juntos, poder disfrutarla.

ANONIMO. 21-9-10.

Ayer

Anoche volvimos a hablar después de varias lunas, más no pude oír tu voz, ni sentir tus ojos embelesados en mí, ni escuchar la cadencia de tus palabras.

Creía que ya no te sentía, sin embargo, terminé llorando.

Hoy salió el sol, la vista del espejo de agua mansa me trajo el recuerdo de otros tiempos, escapadas al mar, besos cómplicese, huídas secretas, el sabor de lo prohibido.

El viaje lejos, las cenas a la luz de la luna, caminatas breves y muchas palabras.

El calor de tus brazos envolviéndome, tu pecho ancho, que juzgué seguro.

Bebí de tus lágrimas y las creí. Bebí de tu boca el sabor del vino y me embriagué de él.

Más ayer te sentí lejos, ya no eres mío, nunca lo fuiste.

10-8-10.

ESTO NO ES UN CUENTO DE HADAS

¿Qué pasa si un día a Caperucita se la come el lobo, y a la Cenicienta no le entra el zapatito, y a Blancanieves la envenenan con una manzana y no se despierta mas...?
¿Qué pasa?
¿Qué pasa si se acaban los cuentos de hadas, y nos empiezan a contar que acá no existen ni capas ni coronas de otro, ni tronos, ni abuelas con pastelitos, ni varitas mágicas ni caperucitas con flores, y que los vestiditos de seda son para tres o cuatro, y los zapatitos de cristal también?
Y nos empiezan a contar -o mejor dicho- nos damos cuenta de que sí, que el lobo existe y que es verdad que tiene una boca bastante grande o lo suficiente como para comernos, y que también es verdad que el lobo usa zapatitos de crital y vestidos de seda.

María Ucedo.

LA HORA DEL CUENTO

MIS PIERNAS AZULES

Otra vez me tocaba ir a quirófano, y aunque no tenía el terror que me acompañó a la primera operación, no me agradaba la idea. De todas maneras tenía que ir, mis piernas azules, como yo las llamaba, no daban para más. Me armé de coraje y me entregué a las manos del cirujano cardiovascular que me atendía desde hacía varios años y consentía mis caprichos de paciente temerosa, por no decirlo de otra forma menos fina.

El pobre hombre había aceptado, en la segunda consulta, a ponerme, como excepción, las inyecciones esclerosantes acostada, dado que yo le había anticipado de mi susto y del seguro desmayo que ocasionaría si me pinchaba de pie.

A esta altura, seis años después, el doctor estaba resignado conmigo. Igual de quejosa concurrí la clínica a internarme, pintadita como para ir de fiesta, cargada de libros para luego de la operación y de miedos para el momento.

Cuando una transpone las puertas del quirófano se transforma en un ser indefenso y ridículo, vestido con esa batita que nunca cierra, dado que no tiene botones y las cintas generalmente están cortadas, que deja a la vista nuestro trasero blanco y fofo en la mayoría de los casos, con esos zapatitos hechos con el mismo material de la ridícula bata, y la cofia que esconde nuestro cabello y deja totalmente visible nuestro rostro pálido, donde el espanto dejó su sello desde la noche anterior. Así entré al quirófano, ese sitio amplio, lleno de olores imprecisos y bacterias ajenas acechando a la víctima siguiente. Las personas que allí trabajan están habituadas a ese desfile de seres anónimos y aterrados que dejan su sudor en las camillas predispuestas, y cuando no, sus uñas.

El camillero que me condujo hacía allí, vaya uno a saber por qué en silla de ruedas, lo que genera en el que va a operarse una inquietud mayor y varias preguntas sin respuestas, me sonrió con compasión y me vomitó en una pequeña salita impersonal. Enseguida apareció el doctor, disfrazado de pie a cabeza con un enterito verde, coronando su atuendo con un gorrito estilo inspector Gadget a cuadritos rojos y azules.

-¡Qué lindo gorrito! –Dije yo para aliviar la tensión que flotaba a mi alrededor y amenazaba con ahogarme.

-Me lo regalaron las chicas –vaya a saber uno a quiénes se refería- que fueron a un congreso. ¿Y cómo estás? –Preguntó por cortesía.

-Asustada. –Repliqué mientras él se agachaba para mirar mis piernas, fibrón negro en mano.

La puerta se había cerrado, y allí estaba yo, de pie con la batita que se me abría por atrás, con el doctor pintando mis piernas. Los que pasaban podían verme a través de la ventanita vidriada que coronaba la puerta, y se topaban con mi cara horrible desprovista de pelo a causa de la cofia. Todos miraban sin disimulo, enfermeras, instrumentistas, anestesistas, y yo me sentía en franca exposición. Luego caí en la cuenta de que no veían al médico, a quien buscaban con los ojos. Él estaba atareado marcando con fibra la cantidad de tajos que me haría para borrar de una puntada las espantosas várices que surcaban mis piernas. Para animarme un poco pensé en lo confuso de la situación; podría interpretarse que estaba haciendo otra cosa menos santa.

-¿Cuánto durará la operación? –Pregunté, dado que pese a su profesionalismo mi mente me había desviado por caminos tortuosos y la incomodidad me había invadido.

-Mirá, esto es un trabajo artesanal, es como pintar un cuadro –explicó- no sé cuánto me puede llevar.

-Entonces pínteme linda. –Pedí, tratando de minimizar mi pánico.

Cuando mis piernas azules eran ya una masa negra llena de arabescos y círculos negros a causa del fibrón, el doctor me condujo hacia el quirófano, donde otros seres también ataviados con sus gorritos ridículos aguardaban a su nueva presa, o sea, yo.

-Ojo con esta que es miedosa. –Alertó el doctor a quien se presentó como el anestesista.

-¿A qué le tenés miedo? –Inquirió el hombre con ojos que querían infundirme calma.

-Perdone, doctor, pero tengo miedo a que me pongan mal la anestesia. –Mi franqueza no tenía límites.

-Quedate tranquila. –Me dijo, sin lograr su cometido.

Allí estaba yo, cual chancho en matadero, con mis intimidades al aire porque me habían hecho quitar la bombacha, temblando rítmicamente para burla de los demás que me cargaban y reían.

-¡Y eso que tiene tres hijos! –Dijo el doctor, arrancando en los demás miradas incrédulas ante esa mujer llorosa que temblaba como una hoja.

Me llenaron de cables, sueros, y llegó el momento para mí tan temido de la inyección. “Si me la ponen mal me dejan paralítica” pensaba yo mientras el anestesista pasaba alcohol en mi espalda. Miento si digo que sentí el pinchazo, mi temor no era ese; ¡me habían pinchado ya tantas veces!

Me acostaron y acomodaron sobre la estrecha mesa de operaciones mientras yo pensaba en mis piernas, que comenzaban a dormirse y se volvían de piedra. Tuve la suerte, o la desgracia, de que en el techo hubiera una especie de plafón de vidrio que reflejaba todo lo que ocurría abajo, o sea, en mi cuerpo. No pude resistir la tentación de mirar esa carnicería propia que vivía como ajena dado que nada sentía. El médico había abierto un tajo en mi ingle y metía y sacaba dedos y tripa con sangre. ¡Todavía no entiendo como no me desmayé! Pero era tal la fascinación que el reflejo ejercía sobre mí que vi toda la operación, que no duró más de una hora.

Luego me vendaron como a una momia desde la punta de los pies hasta la ingle, de modo que mis piernas medían como un metro de circunferencia.

Ya en la habitación, y como no sentía nada, devoré el pollo con verduras típico de clínica, hasta la banana me comí, tal vez para aplacar el miedo que tenía pensando en el dolor que vendría cuando se fuera la anestesia.

De haber sabido que la recuperación sería tan dolorosa no me habría operado. Estuve todo un día sin poder bajar de la cama, hasta tenían que ponerme la chata para hacer pis, ¡qué cosa más indigna! Al día siguiente, cuando bajé las piernas fue un horror, parecía que corría fuego por mis venas cauterizadas. ¡Es su venganza por haberlas anulado! Pensaba yo. La tortura seguiría en casa y se prolongaría durante casi veinte días.

De a poco me iría sacando vendajes y sería menos momia cada día, pero el durante, fue atroz.

Estuve una semana haciendo reposo, repeliendo a mis hijos que querían treparse a la cama, pobrecitos, eran tan chiquitos que no entendían que a mamá le dolía.

El del medio, que nunca me había visto dormir fuera de casa por una operación, porque cuando nació su hermana él era muy chiquito, cayó en un estado de agresión y rebeldía que hasta nos llamaron del jardín. Paralelamente me atormentó con preguntas sobre la muerte, en especial, mi muerte. Qué quién nos metía en el cajón, qué quién nos llevaba al cementerio, que quién hacía ese trabajo cuando se moría el sepulturero y otras por el estilo. ¡Basta! Estuvo con el tema casi un mes.

Al principio los días de reposo fueron como un bálsamo, leí todo lo que quise, escribí media novela a mano, eso sí, con gran dolor de mis articulaciones, y engordé tres kilos de tanto comer alfajores. Cuando mi piel empezó a ponerse verde a causa de tanto mate decidí tomar coraje y salir del lecho que me tenía prisionera. Las benditas vendas me impedían usar mis pantalones, todos jeans ajustados, de modo que vagaba por la casa, llena de albañiles y plomeros en esos días, dado que estábamos haciendo un baño, arrastrándome cual Mamá Cora, ataviada ridículamente (para mi gusto) con una pollera larga y ancha de un color marrón triste. ¡Peor no podía sentirme! Que nadie venga a verme, rogaba, dado que la mujer que había en mí había sido desplazada por esa otra que, para peor no tuvo mejor idea que recibir su menstruación en esos días. ¡Qué mala puntería! Se ve que los nervios adelantaron mi período, una incomodidad ya que me costaba hasta bajarme la bombacha. El doctor me había dejado en las ingles un atadito de gasas sostenido nada menos que por el hilo de los puntos, una maldad, ¡qué dolor! Me movía y los paquetitos se movían tirándome la herida. Creo que fue su venganza por ser tan quejosa.

Diez días aguanté estoicamente los paquetitos de gasa, hasta que me sacó los puntos y me animé a bañarme. No lo había hecho antes por el temor a que se mojaran y se salieran. ¿Qué hubiera hecho? Además, temía desmayarme en la ducha y encima de padecer las piernas sufrir una quebradura, porque si papá me heredó las várices mamá no se quedó atrás y me legó su osteoporosis.

Cuando vi las cicatrices ¡me quería morir! ¡Cinco centímetros de cada lado! ¿Y ahora cómo hago con la tanga? Pensaba en el próximo verano que distaba tres meses. ¿Qué me pongo? Un culote, decían mis amigas. ¡Ni loca! No tengo trasero para culote, así que me resigné a tener que mostrar mis horribles cicatrices todavía rojas, justo ahí donde los hombres dirigen su mirada inevitablemente.

Pero luego otra preocupación me asaltó: ¿cómo haría para depilarme? Me daba mucha impresión, si luego de dos años todavía me daba escalofríos tocar la cicatriz de la última cesárea. ¡Ni loca pongo cera ahí! La maquinita ni hablar, pensaba, a ver si todavía me corto… será a pincita entonces, por Dios, me voy a volver mona. La otra opción era hacerme la europea y dejar que la cicatriz fuera cubierta por una madeja de vello. Ya vería qué hacer… faltaban tres meses.

La recuperación se prolongó más de lo esperable, porque me dolía horrores bajar las piernas, caminar, hasta calzarme. Además estaba llena de hematomas, creí que nunca se irían (y nunca se fueron del todo)

Cuando pude subir la escalera y conectarme con mis amigas, las escritoras de Buenos Aires, a través del mail, me sentí un poco más feliz. Esos días aislada del mundo fueron extraños, necesitaba “hablar” con ellas, aunque fuera a través de la pantalla.

Y cuando pude manejar otra vez fue como renacer. ¡Al fin tenía autonomía nuevamente! Reincorporarme al trabajo me llevó un tiempo, especialmente volver a la facultad, donde debía estar de pie durante tres horas, nada conveniente para mis piernas recién operadas. Rogaba para que mi compañero de cátedra, siempre bromista, no hubiera revelado el verdadero motivo de mi ausencia, prefería que hubiera inventado que me había hecho las lolas, o la nariz, cualquier cosa era mejor que anunciar a mis alumnos que me había operado de várices, ¡enfermedad de vieja! Por Dios, ¡qué horror!

Tenía 38 años recién estrenados, una figura pasable luego de haber traído al mundo a tres criaturas, y contar que tenía várices era un bochorno para mí.

Al mes exacto volvía al gimnasio, en donde me sentía a gusto con el grupo de mujeres que iba a esa clase, en su mayoría mayores, divertidas y charlatanas. Yo era una de las más jóvenes y me sentía atractiva entre ellas. El profesor, un muchacho más joven que yo, casado y respetuoso, siempre nos decía cosas lindas. A mí especialmente me daba charla al final de la clase, hablábamos de lectura y esas cosas que teníamos en común, sin intención, aunque nosotras las mujeres igual nos hacemos la película, tal vez para levantar el ego, aunque yo iba para levantar mis glúteos.

Caí a la clase luego de un mes de ausencia y tuve que descubrir el verdadero motivo, el cual se evidenciaba porque mis movimientos eran más lentos y estudiados y todavía usaba la espantosa media de compresión moderada en mi pierna izquierda. ¡Qué vergüenza!

Pero él, como todo un caballero, me dijo que me veía mejor, más gordita y que me sentaba bien. Debo aclarar que en esa época yo pesaba 50 kilos y la delgadez no me quedaba. Es que me lo pasé comiendo alfajores, le dije, arrancando en él una linda sonrisa.

LA MAESTRA DE LA LAGUNA

Para deleite de las lectoras ya salió la nueva novela de Gloria Casañas, una "artesana" a la hora de narrar historias...

"La maestra de la laguna" nos trae a nuestros días a Elizabeth O'Connor, una de las maestras norteamericanas que Sarmiento consigue traer a la Argentina. Dicha mujer no sospecha hasta qué punto aquella empresa sobrepasa sus expectativas. Valiente, culta y decidida, su sangre irlandesa es puesta a prueba más de una vez, tanto en la Gran Aldea que sigue siendo Buenos Aires como en la pampa brava, donde el eco de los malones resuena aún, a la luz de la estrella del gran Calfucurá. La joven maestra trae consigo la nueva enseñanza, pero ignora que bajo la Cruz del Sur existen otras lecciones que ella debe aprender, en una sociedad salvaje donde las reglas son escritas con sangre y en la que los códigos del amor son muy distintos a los de su Massachusetts natal. Mientras tanto, en el Río de la Plata, un hombre de alcurnia que busca olvidar su condición y hundirse en el oprobio, lejos de la sociedad que lo vio nacer, es sin duda un condenado, pero no hay condenado que no desee la salvación. ¿Podrá una mujer civilizada, sin otras armas que su educación y su perseverancia, redimir al alma más oscura?

PARA METER EN LA VALIJA

Dedicada a una querida amiga que tuvo que exiliarse, Karina B. y que hoy está de nuevo con nosotras.

Para este viaje deberás llevar:
una buena dosis de optimismo,
el arcón de los buenos recuerdos,
el amor incondicional de la familia
guardado celosamente en un buen libro,
la nostalgia de los tiempos de bonanza
para no olvidar de donde venimos,
el olvido de los tiempos duros
para recordar hacia donde vamos,
el temor a lo desconocido junto
a la ilusión de la nueva vida
y la esperanza de volver algún día.
La música de la juventud que evoca tu historia,
las cartas amarillas de los amigos,
la selección de fotos del álbum familiar,
sin olvidar poner a último momento
el calor de la amistad para entibiar el viaje
y las lágrimas perladas de tus amigas,
que te vamos a extrañar.

23-02-02.

sábado, 8 de mayo de 2010

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