Estoy acá, sentada en
este pasillo impersonal, por donde pasan empleados trajeados cargando
expedientes y una chica de maestranza limpia con una gamuza las puertas del
ascensor y los matafuegos.
La miro, es muy joven, y
pienso en sus sueños, que deben ser similares a los míos. Me pregunto qué
pensará mientras repasa las manijas, enfundada en ese mono azul que oculta sus
formas. Es femenina, usa anillos y pulseras, debe cuidar su piel, tal vez
lamente no tener guantes y arruinarlas a diario con productos tóxicos.
El olor a lavandina lo
invade todo, no hay ventilación acá y siento que me ahogo, que la garganta se
me seca y me obliga a toser.
La puerta del ascensor
se abre y escupe gente, y por un instante el aire se renueva. Vuelven a
cerrarse las garras metálicas y otra vez el aire de desinfectante.
Miro el reloj en mi
teléfono, aún falta como dos horas para que esto termine. No quiero estar acá,
desearía poder reunirme con mi teclado, esa extensión de mi mano que me
transporta a otros mundos, mundos que yo misma invento para mí, cuando la
imaginación ayuda, o mundos de otros cuando estoy en sequía. Evadirse,
escaparse, escribir y escribir.
Me entretengo enviando
algunos mensajes, me limo las uñas y resisto la tentación de pintarlas. Siempre
llevo en la cartera la lima y el esmalte, no sé dónde me sorprenderá el hastío
sin papel o lapicera.
También tengo un
destornillador que el otro día en la facultad sirvió para evitar el desmayo de
una alumna claustrofóbica. Todos rieron cuando saqué la herramienta, pero yo
soy una chica preparada. Uno nunca sabe, dijo el Principito.
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