Ellos se decían una pareja normal, pero hoy, viéndolos a la distancia que
dan los años y la visión adulta, no lo eran.
Ella arrastraba traumas desde chiquita: le temía al color negro. Recuerdo cuando venía de visita la tía Paula,
con sus piernas desparejas y sus zapatotes negros, gigantes, uno con un taco
más grande que el otro, para lograr que caminara derecha. La mujer tenía el
pelo color azabache, usaba lentes de grueso marco negro y vestía de colores
oscuros, acorde a su condición de viuda.
La niñita de entonces corría a esconderse de la tía Paula pese a los
reproches de su madre, que siempre quería dejar a salvo las apariencias. Una
vez hubo que sacarla del placard, porque del horror que sentía por la mujer de
zapatos negros se había encerrado y trabado la puerta, con riesgo de quedar
allí para siempre. El padre tuvo que hacer presión con una cuña, romper el
pestillo y liberarla, recibiendo como castigo una semana de penitencia sin ver
los dibujos animados.
La niñita creció pero siempre conservó uno que otro rasgo de rarezas. A
la edad apropiada trajo un novio a la casa que fue acogido en el seno familiar
como uno más. Era un buen pibe aunque le faltaba empuje. Carente de
iniciativas, ella, que siempre fue buena para los negocios, le digitaba la
vida, los estudios y los trabajos. Tanto que todos advertíamos que la relación
no era de pares sino verticalista.
La familia de él era buena gente, pero el padre tenía síntomas de locura,
que sin querer trascendían a la pareja. Ella con el tiempo se acostumbró y dejó
de percibir las rarezas que quedaban en graciosas anécdotas.
Una noche estaban cenando y el padre del novio, de buenas a primeras,
decidió que había un tesoro enterrado en la cocina. Largó los cubiertos y sin
escuchar la voz de su mujer que le reclamaba haber amasado los ñoquis para él,
fue en busca del pico. Volvió al rato con un singular pergamino arrugado y con
olor a humedad que había guardado durante años. Silenció las preguntas y las
quejas, se calzó los anteojos y bajo la lúgubre luz del foco de 60 kw empezó a
estudiar el mapa.
El resto de los comensales permaneció callado, mirándose e interrogándose
con la mirada. La novia no sabía si reír o llorar, pensando en cómo contaría
semejante historia a sus amigas.
El padre del novio dio un grito de júbilo cuando halló el sitio buscado.
Los hizo levantar a todos y corrió la mesa: allí debajo estaba el tesoro.
La madre, resignada ante uno más de los delirios de su marido, pidió
ayuda a sus hijos varones para llevar la mesa a un rincón y poder finalizar la
cena. La novia comenzó a preocuparse cuando su futuro suegro elevó el pico en
el aire con toda la fuerza de sus brazos y descargó el primer golpe de muchos,
que rajó el cerámico en cuatro.
La jovencita intercambió una mirada con su pretendiente, pero él sólo
atinó a sonreír, acostumbrado a los disparates de su padre.
El pico subía y bajaba en brazos del suegro, rompiendo más y más los
cerámicos del centro de la cocina, empecinado en que allí debajo la tierra
cobijaba un milenario tesoro que le había sido develado en el pergamino.
El hoyo alcanzó los dos metros mientras que la familia, enmudecida, comía
los ñoquis amasados amorosamente por la madre. La novia había tragado algunos,
pero entre el ruido y el polvillo se le había ido el apetito.
Con el postre, consistente en un exquisito flan casero, también hecho por
la madre para agasajar a la futura nuera, finalizaron los embates hacia el
suelo. El pozo tenía una profundidad de tres metros aproximadamente y sólo
había encontrado un caño de cloaca que caprichosamente pasaba por allí. El
padre, extenuado, decidió que el mapa debía estar errado, no era capaz de
admitir que se había equivocado en su interpretación. Acto seguido le pidió a
su mujer que le calentara los ñoquis, a lo que ella accedió, solícita.
La novia dudó entre salir huyendo de esa casa de locos o darle una
oportunidad al novio que parecía haberse salvado de la chifladura de su padre.
Se quedó.
Pasaron los meses y la joven logró comprarse un auto con el producido de
su trabajo como vendedora en una librería. Cuando salía de día en su “cajita de
zapatos”, como ella llamaba a su Fiat Uno, no había problema, pero de noche,
sus miedos la atormentaban. Ya no era a
los zapatos negros, pero sí a cualquier desafío o situación que ella
consideraba riesgosa, y consideraba muchas cosas riesgosas.
Entonces surgió lo del muñeco. Nunca supe de quién fue la idea, si
de ella o de sus amigas. La cuestión es que junto con una de sus primas puso
manos a la obra. Se ocupó de juntar un pantalón viejo, una camisa y un pulover.
Con telas, restos de lana y goma espuma fueron rellenando las prendas,
cosiéndolas hasta lograr una perfecta imitación de un cuerpo humano. Faltaba la
cabeza, armarla fue más complicado porque hubo que coser un cráneo tamaño
natural y ni ella ni su prima eran muy habilidosas con la aguja.
Finalmente, la cabeza quedó terminada y unida al cuello de la camisa. Con
un fibrón le dibujaron ojos y boca, y como a ella le gustaban los ojos verdes,
así los pintaron, dado que el novio los tenía negros. Para terminar en un
acabado magistral le pusieron una gorrita playera que escondía su pelo de lana
marrón. Era el acompañante nocturno perfecto.
Pese a las burlas familiares, cuando salía sola de noche, ella lo hacía
con “el finado”, así lo habían bautizado al pobre muñeco. Lo sentaba en el
asiento del acompañante y desde afuera parecía un hombre. La visera y los
vidrios tonalizados ocultaban su verdadero corazón de lana.
El novio aceptaba a ese contrincante endeble porque entendía los miedos
de su novia, de modo que toleraba la presencia del mudo acompañante.
Una noche la joven fue invitada nuevamente a cenar a casa de sus futuros
suegros. Llegó temprano y ayudó a la madre a preparar el postre mientras
tomaban mate. El padre estaba en los fondos, ordenando el galpón de las
herramientas, lo habían cesanteado en el trabajo por esos días, y los hijos lo
ayudaban.
Cuando la cena estuvo lista la madre llamó a los hombres. El padre se
refugió en el baño más de lo habitual y nadie se asombró al escuchar voces y
ruidos. El hombre solía hablar solo, era lo más natural para los de la casa. Sí
se extrañaron cuando lo vieron salir, airado y con el rostro desfigurado en una
mueca horrenda. Parecía que los labios superiores se le habían ido hacia dentro
y su mentón surgía más prominente que lo normal.
Intentó hablar pero sólo le salían balbuceos. La madre advirtió enseguida
que le faltaba la dentadura y se acercó a él, solícita y preocupada. El padre
explicó, como pudo, que se le había caído al inodoro. Los cinco pares de ojos
se cruzaron y en sus rostros hubo todo tipo de expresiones, desde burla hasta
compasión por ese hombre atormentado que no atinaba a hacer nada.
De pronto lo vieron salir corriendo torpemente hacia la puerta trasera y
regresar enseguida con el famoso pico. Ingresó al baño y empezó a cavar con
fuertes golpes, destrozando uno a uno los cerámicos del suelo que rodeaba al inodoro, buscando el caño de desagote.
La madre se asomó y vio el desastre que se avecinaba: adivinó que su
marido no cejaría hasta dar con su dentadura. Supo que descubriría el piso
hasta llegar a los caños, que los destrozaría a golpes para recuperar los
dientes que tanto dinero le habían costado.
El novio junto a su hermano, anticipando la ruta de la canaleta, corrieron
la mesa hacia el rincón, dejando a la vista aquel otro pozo que había tallado
meses atrás buscando el tesoro, y se dispusieron a comer, invitando a la novia
que hesitaba entre quedarse a comer el rico matambre a la pizza o salir
huyendo, esta vez para no volver.
Optó por la primera opción, después de todo no era la primera vez que
asistía a las excentricidades de su suegro.
La madre, resignada a ver destruidos los pisos del hogar, se sentó con
los comensales y disfrutó de la cena.
El padre siguió cavando a fuerza de golpes, llegando hasta la vereda sin encontrar
los dientes postizos. Agotado por el esfuerzo se fue a dormir sin cenar;
tampoco hubiera podido acabar con el matambre, a lo sumo una sopita hubiera
estado bien.
Finalizados los postres, la novia se despidió de la familia y el novio la
acompañó hasta el zaguán partido en dos por la canaleta.
Luego de los besos y abrazos la joven abrió el baúl, sacó el muñeco y lo
sentó en el asiento del acompañante, sujetándolo con el cinturón de seguridad.
Rodeó el auto y se subió pensando que nunca más volvería a esa casa de locos.
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