Al caer la noche todo se agudizaba,
sus sentidos, sus instintos y sus dolores.
El aullido del perro, a lo lejos, le hacía pensar en su propio aullido
reprimido. La luna quedaba lejos como para tirarle dardos y las estrellas
titilaban con sus luces caprichosas, como diciendo “aquí estamos,
inalcanzables”. Como el sueño, como los sueños que día a día y gota a gota
había dibujado en el mapa de su raíz. Tallándolo en años de distancias y
recuerdos, negándose glorias y olvidos, volvía una y otra vez al páramo aquel
donde dejó la juventud y la risa. Donde quedó anclado en el recuerdo del primer
dolor, del primer abuso que no supo o no pudo detener. Ojos por doquier, ojos
llorando, ojos sangrantes, cruzados por dagas filosas volvían una y otra vez a
su pluma, su mano se deslizaba sin control ni gobierno, dibujando
vertiginosamente entre danzas de fuego y hiel. Y volvía al refugio del alcohol
para acallar su voz interior, el lobo que amenazaba con salir de sí mismo,
arrasar con todo, desde el hueso hasta la piel, desgarrando carne y músculo,
arrancándosela de sí.
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